“Si entras no saldrás jamás”
Es 1977 y cuatro jóvenes recorren las carreteras
de EEUU en busca de historias curiosas con las que poder escribir un libro. La
noche previa a Halloween escuchan en una sórdida atracción de feria en medio de
una ruta a ninguna parte la historia del doctor Satán, un médico psicópata que
se dedicaba a experimentar con sus pacientes, enfermos mentales, y que fue
ahorcado por sus vecinos para desaparecer su cadáver a la mañana siguiente de
su linchamiento. Decididos a indagar en la historia, acaban en casa de una
familia de psicópatas a cuál más sádico y excéntrico. La tortura y el horror
acaban de comenzar.
Rob Zombie debutada en el mundo del
largometraje tras foguearse mediante la realización de videos musicales para su
propia banda, y lo hacía con una película escrita por el mismo y apoyada por el
mecenazgo de Andy Gould, productor ligado a toda la filmografía del director, la cual, tras haber recibido el respaldo
inicial de productoras como Metro Goldwyn Mayer o Universal, vio demorar y
hasta peligrar su estreno en cines debido a que ninguna major quería
responsabilizarse de distribuir un título cuyo montaje final resultaba
desasosegante, macabro, violento y soez. Finalmente sería Lionsgate la
encargada de hacer que la opera prima de Rob Zombie viera la luz en la pantalla
grande, convirtiéndose casi de inmediato en un título de culto y en el
pistoletazo de salida de una filmografía que, con un pequeño puñado de títulos
a sus espaldas, ha logrado hacer de Rob Zombie uno de los nombres
imprescindibles dentro del cine de horror del nuevo milenio, y aún más, un
autor con un estilo y unas marcas identitarias en su forma de hacer cine muy
particulares.
A la hora de hablar del elenco de personajes
principales que pueblan la película hay que desechar de inicio a un cuarteto de
víctimas concebidas y desarrolladas sobre el papel para la única finalidad de
ser eso, unas víctimas de manual dentro del género, y a través de las cuales
además, Zombie volvía a poner de manifiesto esa máxima dentro de un tipo de
cine del que el director es ferviente admirador, hasta el punto de haberlo
convertido en el referente ineludible de toda su filmografía, y es el hecho de
mostrar una América profunda desconocida, llena de rednecks llevados al límite
y en la que no conviene adentrarse sin conocer sus particulares reglas de
juego. Mucho menos pensar que uno puede invadir
este microcosmos dentro de los Estados Unidos, plagado de lo que
despectivamente se conoce como white trash, en base a una presunta superioridad
moral e intelectual que puede llevarte directamente a la tumba si das con los
tipos equivocados, como es el caso. Así pues, los personajes más interesantes,
mejor plasmados y más icónicos a la hora de recordar la película, son una
familia disocial, terrorífica y con un grado de enfermiza psicopatía muy
difícil de superar, los Firefly. El veterano actor Sid Haig, todo un referente
dentro de la serie B de los años setenta, pero al que también hemos podido ver
en grandes títulos de estudio, con una filmografía que supera el centenar de
títulos y donde podemos encontrarnos cintas como A quemarropa, Diamantes para
la eternidad, THX 1138, Foxy Brown, La galaxia del terror o Jackie Brown, da
vida al capitán Spaulding, un siniestro payaso que regenta una gasolinera donde
se ubica además el Museo de monstruos y de locos del capitán Spaulding, toda
una oda a los asesinos en serie más representativos de la historia negra de
Estados Unidos. La actriz Sheri Moon Zombie, pareja sentimental del director y
ya desde su primera película musa de todo su cine, presta sus bellas facciones
y sensual físico para interpretar a Baby, en apariencia una inofensiva e
iletrada joven que esconde en su interior una brutal e inmisericorde asesina
tras una preciosa fachada idónea para captar la atención de incautos
automovilistas, como es el caso de los infortunados protagonistas. La actriz
logra hacer suyo el personaje ofreciendo una acertada hibridación de erotismo,
inocencia y salvajismo, iniciándose además desde este mismo momento una especie
de marca de la casa de Zombie por la tendencia de este a mostrar en pantalla,
en muchas ocasiones en innecesarios primeros planos, el trasero de su mujer en
lo que hay que entender como un juego de comicidad entre la pareja. Bill Moseley, todo un nombre propio dentro
del cine de terror desde que diera vida a Chop-Top en la segunda entrega de La
matanza de Texas, título al que indefectiblemente hemos de volver si hablamos
de La casa de los 1000 cadáveres, se deja la piel en otro de esos personajes
para el recuerdo, Otis, el hermano con ínfulas de macabro artista de Baby, para
quien la tortura, la violación y la necrofilia son solo algunos de sus
principales señas de identidad. Todo un psicópata sin atisbo de empatía y que
encaja a la perfección dentro de la familia Firefly, con la que Zombie quería
llevar al límite los postulados de un tipo de películas nacidas a raíz del
éxito de La matanza de Texas y protagonizadas por familias de asesinos movidos
por el simple placer de matar. Finalmente el cuarto miembro más relevante
dentro la familia Firefly es aquel al que da vida la actriz Karen Black, la
mamá del clan, quien rivaliza en su afán de seducción con su hija pequeña y que
sirve como elemento unificador de toda la caterva de miembros familiares a los
que hay que añadir al abuelo Hugo, interpretado por Dennis Fimple en su último
trabajo antes de fallecer, (la película está dedicada a su figura), el benjamín
Tiny, un gigantón desfigurado por el fuego a quien presta su particular físico
coronado por una altura de dos treinta
Matthew McGrory, quien también sería el coloso de la cinta de Tim Burton Big
Fish o Rufus, otro de los hermanos de esta amplia unidad familiar. Por último,
y dentro de este apartado que engloba al elenco artístico de la película, cabe
destacar como ya desde su primera película Rob Zombie iniciaba una tendencia aún
por eclosionar (sería con su siguiente obra Los renegados del diablo que esta
idea sería totalmente patente), y que consistía en rodearse de actores muy
ligados tanto al cine de terror como a la serie B, siendo este uno de los nexos
de unión entre Zombie y Quentin Tarantino a la hora de abordar sus películas y
que citaremos más adelante. Finalizaremos de esta manera citando los nombres de
Tom Towles (Henry, retrato de un asesino, La noche de los muertos vivientes en
su remake de 1990), Michael J. Pollard (Bonnie & Clyde, Los fantasmas
atacan al jefe, Tango & Cash) o Walton Goggins (muy en boga tras aparecer
en las cintas de Tarantino Django desencadenado y Los odiosos ocho) entre un
reparto plagado de rostros familiares para el espectador más avezado.
Con La casa de los 1000 cadáveres Rob Zombie
nos sumerge en su particular atracción de feria, algo similar a lo que hace el
Capitán Spaulding con el grupo de jóvenes que se detiene en su local,
acomodándonos el director en un destartalado y siniestro vagón del tren de la
bruja y proponiéndonos una viaje a los infiernos mezclado con un freak show
donde es evidente que se apuntan manera de grand guignol en su vertiente más
degenerada. Zombie aprovecha el material con el que cuenta para experimentar
igualmente a nivel técnico, ofreciendo innumerables y valientes juegos visuales
y poniendo toda la carne en el asador, máxime tratándose de una primera
película, en la cual podía haber tratado de ser más conservador en las formas. No
es el caso. Mezcla texturas, degrada la película, voltea los colores del
fotograma, usa el blanco y negro, llena de grano algunas escenas…todo sirve en
su intención de incomodar al espectador en su butaca, evidenciándose en el
proceso la experiencia del director dentro del video musical, un género más
afín a este tipo de ensayos, que sin embargo funciona dentro de una propuesta
cinematográfica que no se conformaba con ser una más dentro de un género tan
colapsado de títulos como es el terror, y que parecía obsesionada con ejercer
todo un golpe de efecto dentro del cine de horror del momento.
La película sirve como elemento catalizador
de todas las filias del director por el cine de género, quedando de manifiesto
la admiración de este por todo el cine de terror surgido en los años setenta,
no solo porque sea este el momento histórico en el que se ubica la película, y
por extensión la práctica totalidad de la filmografía que estaría por llegar,
sino porque se trataba de un tipo de películas, que marcadas por un contexto
histórico descorazonador (Watergate, guerra de Vietnam, crisis económica) eran
tremendamente pesimistas, brutalmente directas y con un innegable halo de incomodidad en
su visionado. Títulos como La última casa a la izquierda, La violencia del sexo
o Las colinas tienen ojos son perfectos exponentes de este estilo, aunque no
descubrimos nada nuevo si decimos que sería Tobe Hooper y su Matanza de Texas,
el principal referente de Zombie, es más, si hay que citar un único título como
el más representativo de este debut que es La casa de los 1000 cadáveres
habríamos de señalar a La matanza de Texas 2, cuyo estilo, formas, personajes y
ambientación pueblan todos y cada uno de los fotogramas de la opera prima de
Zombie. Pero no solo de Hooper se alimenta la cinta, la cual se nutre de otras
pasiones, como es el amor de su director por el cine clásico de terror, con esa
presentación inicial incluida, los insertos en claro homenaje a La mujer y el
monstruo o los guiños a los hermanos Marx con los nombres escogidos para
bautizar a los miembros de la familia Firefly, siendo el Capitán Spaulding (personaje de
Groucho en el título de 1930 El conflicto de los Marx) el más evidente. Y es
que antes que director Rob Zombie se manifiesta como un ferviente fan del
género en particular y del cine en general.
La película ahonda en una violencia sin
filtros para narrar los acontecimientos del desafortunado grupo de viajeros,
algo que como ya apuntábamos, por poco le cuesta su distribución, y eso que se
cercenó parte del montaje inicial para eludir una X que colgaba como espada de
Damocles sobre el material inicial. Pero esta violencia gráfica no lo es
únicamente en base a los actos violentos cometidos por los Firefly, sino que
empapa igualmente el lenguaje soez utilizado por estos o la propia desnudez de
los cuerpos inertes que pueblan la granja familiar de la familia de psicópatas.
Para quien piense que Zombie abusa de lo explícito como única manera de crear
tensión y un ambiente opresivo hay que mencionar que es capaz igualmente de
usar la cámara, el montaje y un soberbio score musical para, con habilidad
quirúrgica, mostrarnos varios momentos de insoportable angustia, como esa escena
de apertura que ilustra un fallido atraco en el negocio del Capitán Spaulding y que acabará trágicamente para la pareja de incautos asaltantes. Pero si hay que
destacar un momento capaz de, sin apenas violencia en contraposición a otras escenas
mucho más sanguinolentas, dejar al espectador tocado, es la secuencia en la que
los dos policías y el padre de una de las jóvenes desaparecidas son abatidas
por los implacables Firefly, coronada por un plano que el director aguanta
hasta parecer ha sido congelado y que finaliza con el asesinato a bocajarro de
uno de los dos agentes.
Como apuntábamos la película contiene una
estupenda selección de temas musicales que además están perfectamente
insertados en las secuencias a las que acompañan, aumentando su impacto visual
varios enteros. Es este otro elemento que acerca a Zombie, con las más que evidentes
diferencias de géneros y talentos de ambos, a Quentin Tarantino, y no es el
único. La utilización de un universo propio que va tomando forma con cada nuevo
título a estrenar, o una caterva de personajes personalísimos que encajan a la
perfección dentro del mismo, son otros puntos de conexión entre el cine de
ambos directores.
La casa de los 1000 cadáveres se manifiesta
como una más que interesante carta de presentación, que si bien es cierto
adolece de un acto final excesivamente pirotécnico y excesivo en lo que a la
historia se refiere y con en el que Zombie no logra cerrar de manera redonda la
película, supuso un soplo de aire fresco en un género que necesitaba de alguien
como Zombie y de otros directores surgidos a comienzos del nuevo milenio como
Eli Roth o Alexandre Aja, para de esta manera revitalizar un tipo de cine
anquilosado en el estilo teen más comercial donde la sangre era un bien escaso.
Pero no se preocupen por eso, agárrense a sus asientos, no saquen los brazos de
la atracción y prepárense para un descenso a los infiernos tan aterrador como
disfrutable, eso es La casa de los 1000 cadáveres.
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