“Magnífico día para un
exorcismo”
Regan, una niña de doce años, comienza a
manifestar de manera repentina una serie de cambios en su comportamiento, lo
que unido a una extraña sintomatología, lleva a su madre a iniciar un periplo
entre doctores y psiquiatras, quienes tras todo tipo de pruebas médicas son
incapaces de dar con la raíz del problema. El agravamiento de la situación y
una serie de fenomenología inexplicable alrededor de la pequeña, llevará a la
familia a plantearse la vía espiritual, llegando a someter a Regan a un ritual
de exorcismo llevado a cabo por dos sacerdotes antagónicos tanto en experiencia
como en fe.
Warner Bros estreno El
exorcista de tapadillo en las Navidades de 1973 con la idea de quitarse de en
medio cuanto antes un título que se había convertido en un cúmulo de problemas
para la productora y distribuidora por lo peliagudo del tema que trataba, lo
que había provocado, entre otros quebraderos de cabeza, el boicot de la cinta
por parte de lo más reaccionario de la sociedad católica de la época. Poco iban
a imaginar entonces que la película se convertiría en el título más taquillero
del año, siendo nominado además a diez Oscar de la Academia y convirtiéndose
casi de inmediato en uno de los puntales que llevaría a su madurez cinematográfica
al género de terror, siendo considerada de manera prácticamente unánime hoy en
día, más de cuarenta y cinco años después de su estreno, una de las obras
culmen dentro de la historia del cine de terror, y por extensión, uno de los
títulos referenciales dentro de la propia historia del séptimo arte.
La película se basa en la
novela publicada apenas un par de años atrás por William Peter Blatty,
novelista muy ligado desde siempre al mundo del cine en su faceta de guionista en
comedias como El nuevo caso del inspector Clouseau, Un yanqui en el harén, ¿Qué
hiciste en la guerra papi? u Ojos verdes, rubia y peligrosa. Este libro, que
pudo escribir gracias al premio económico logrado en un concurso televisivo
presentado por Groucho Marx, se inspiraba a su vez en un hecho real acontecido
a finales de los años cuarenta en Maryland, siendo en realidad un niño de
catorce años quien, según todos los indicios, fue víctima de una brutal
posesión que obligaría a llevar a cabo un largo y extenuante exorcismo de varias
semanas que finalizaría con la entidad maligna abandonado el cuerpo del menor.
Blatty, católico confeso, buen conocedor de este hecho y quien además había
cursado sus estudios en la Universidad de Georgetown, un referente importante
dentro de la propia novela, llevaría a cabo un exhaustivo estudio tanto del
caso como del propio ritual del exorcismo para ofrecer una obra documentada,
aséptica, visceral y con una concepción notablemente cinematográfica que se
ancla en unos grandes diálogos entre personajes, posiblemente propiciada por la
propia profesión como guionista de su autor. La novela, todo un éxito de
ventas, no tardaría en llamar la atención del mundo del cine, que vería de
inicio el potencial visual y narrativo del material narrado, recayendo en el
propio Blatty la labor de adaptar en forma de guion su propio libro, tarea que
ejecutó de una manera soberbia, siendo todo un ejemplo de traslación del papel
al celuloide, hasta el punto de ser galardonado con el Oscar al mejor guion
adaptado de ese año. Una vez obtenido un libreto consistente, se iniciaría el
consabido baile de potenciales directores de la película, con nombres en las
quinielas como los de Mike Nichols, John Boorman (quien acabaría dirigiendo la
primera de las secuelas) o Stanley Kubrick, que buscaba una película dentro del
género de terror que sumar a su lista de incunables clásicos, aunque finalmente
no sería el escogido, resarciéndose años más tarde haciéndose cargo de El
resplandor. Finalmente, la tarea de trasladar a imágenes la complicada historia
narrada en la novela de Blatty, recaería en otro William, en esta ocasión de
apellido Friedkin, joven director que ya comenzaba a despuntar en Hollywood con
películas arriesgadas como Los chicos de la banda y muy especialmente gracias
al enorme éxito obtenido con Contra el imperio de la droga. William Friedkin
era un director de carácter, tozudo en sus decisiones y con la suficiente
capacidad técnica como para poder echarse sobre los hombros un proyecto que ya
desde sus comienzos se antojaba harto complejo, tanto por las propias
complicaciones de un rodaje difícil en cuánto a efectos y trucajes, como en contenido,
hasta el punto que las discrepancias entre guionista y director no fueron
pocas, conformando no obstante un armado tándem responsable a partes iguales
del gran y terrorífico resultado final.
Si en el apartado técnico
fueron varias las complejidades a superar a la hora de conformar el equipo, en
lo concerniente al terreno artístico estas se multiplicaron. El principal
problema estribaba en la elección de una actriz infantil capaz de interpretar
el papel de Regan, la niña poseída que, recordemos, blasfema, insulta y
ejercita varias secuencias con un elevado contenido violento y sexual, con la polémica
escena de la masturbación con el crucifijo como punto crucial. Todas las dudas
fueron despejadas durante las pruebas realizadas a Linda Blair, quien por aquel
entonces contaba trece años, pero que por el contrario manifestaba una gran
madurez a todos los niveles, incluido en el aspecto sexual, lo que le llevaba a
hablar de la masturbación como algo natural y que ella misma practicaba. La
elección no pudo ser más acertada, ya que la pequeña lleva a cabo una actuación
totalmente natural y nada impostada, con un riquísimo matiz de registros que
oscilan desde la candidez inicial propia de una niña inocente hasta involucionar
en una malcarada entidad capaz de transmitir con el rostro, y ello a pesar de
los maquillajes aplicados en las fases más avanzadas de la posesión, todo el
odio, violencia y rabia que vamos viendo en pantalla. Precisamente esta
contundente interpretación, que le valdría una nominación al Oscar a la mejor
actriz de reparto y que curiosamente le arrebataría otra menor, la Tatum O´Neal
de Luna de papel, acabaría por convertirse en su peor referente, ya que la
encasillaría de por vida en un único papel, que no solo repetiría en la
continuación estrenada en 1977, sino que acabaría parodiando en Reposeida,
oscilando el resto de su carrera entre mediocres películas de serie Z donde en
muchos casos acabaría luciendo palmito en títulos con momentos de corte
erótico. Pero en El exorcista no solo cabe destacar la madurez interpretativa
de la pequeña Linda Blair, debiendo
igualmente resaltar a una Ellen Burstyn magistral como madre de Regan, y que
logra transmitir al espectador toda la desesperación e impotencia de un
personaje incapaz de gestionar el caos y el terror en el que se convierte su
vida y la de pequeña de un día para otro. Actriz de renombre a pesar de no ser
muy conocida fuera de los círculos más cinéfilos y con grandes títulos dentro
de una extensa filmografía como La última película, Alicia ya no vive aquí o
Réquiem por un sueño, la intérprete continúa trabajando hoy en día de manera
incansable a sus cerca de noventa años. Por su parte, para la dupla de
sacerdotes protagonistas se escogió a dos actores tan dispares como Max Von
Sydow y Jason Miller. Y es que mientras el primero era una personalidad
consagrada en el mundo del cine gracias principalmente a su participación en
varios títulos del gran Ingmar Bergman, como El séptimo sello o El manantial de
la doncella, Jason Miller debutaría en el mundo del cine precisamente con El
exorcista, siendo reclutado por el propio Friedkin desde el mundo del teatro, disciplina
donde fue descubierto por el director de la película. Max Von Sydow ejecuta una
actuación pausada, llena de aplomo, propia de alguien que se enfrenta a una
situación ya conocida y que lo hace convencido de que la confrontación es con
el mismo demonio, lo que le hace jugar con ventaja frente a un Jason Miller que
aborda su personaje desde esa crisis de fe que vive el padre Karras y que le
empuja a un constante negacionismo de la teoría espiritual frente a su apuesta
por la racionalidad basada igualmente en sus estudios como psiquiatra, y ello a pesar de las cada vez mayores evidencias paranormales
aportadas. Ese rol que le aporta la película como boxeador aficionado le sienta
genial a la fisicidad del actor frente a la apariencia de fragilidad de su
compañero, apuntalada en la larga secuencia del exorcismo final, manifestándose
sin embargo en el momento decisivo que, si bien su cuerpo no le acompaña, la
fuerza mental está de lado del padre Merrin. No sería justo cerrar el apartado
interpretativo sin mencionar la aportación sarcástica y mordaz, pero a la vez
tremendamente dura, incluso en algún momento amenazante del teniente Kinderman,
interpretado de manera sublime por un Lee J. Cobb (La ley del silencio, doce
hombres sin piedad, Éxodo) en una de sus última apariciones antes de fallecer
en 1976, que, en base a sus aportaciones cono cinéfilo impenitente, hace las
veces del propio autor del guion, sirviendo de altavoz de las palabras del
propio William Peter Blatty. Este estupendo personaje sería recuperado en la
tercera entrega de la franquicia, siendo de hecho en esta ocasión el
protagonista de la historia. Un gran plantel de intérpretes para insuflar vida
a unos personajes igualmente excelentes, perfectamente definidos primero en las
páginas de la novela para más tarde ser más trasladados al guión
cinematográfico.
Si El exorcista se tradujo
en el brutal éxito de público que tuvo en el momento de su estreno (y reestreno
en el año 2000 a través de un nuevo remontaje por parte del director) y supuso
todo el impacto social que le acompañaría prácticamente hasta nuestros días, es
porque aborda uno de los miedos más atávicos del ser humano, el miedo al
demonio, amparado en unas creencias religiosas que llevan a tener como cierta la propia existencia de esta
criatura que representa al mal más puro. La película es plenamente consciente
de este hecho y es por ello que apuesta por construirse como un drama familiar
más que tratar de desarrollarse por los vericuetos propios del horror, más
explosivos y buscando el susto fácil, inundando de sobrecogedora realidad a su
historia. El espectador asiste de esta forma a un lento y progresivo proceso por
el cual vemos la degradación física y mental del personaje de Regan, y por
ende, el de su propia madre y demás gente alrededor de la pequeña. Y es que,
como bien apunta el Padre Merrin en la película, el objeto del demonio no es
poseer a la pequeña sino derrotar espiritualmente a la familia, y es
precisamente este concepto el que sume al espectador en la historia, primero
mediante las concienzudas pruebas médicas a las que es sometida Regan para
acabar llegando a la única conclusión factible de la idea de la posesión, con
la posterior ejecución de un tormentoso exorcismo de funestas consecuencias.
Pero si la propia historia
así como el tempo utilizado, más propio por momentos del melodrama cultivado en
la década de los setenta que del cine de terror, son dos de los elementos que
hacen de El exorcista uno de los títulos de cabecera dentro del cine de este
género, no podemos obviar otros dos elementos ineludibles, como son el sonido y
los efectos físicos y de maquillaje. En relación al sonido utilizado la
película golpea constantemente mediante este recurso la psique del espectador,
y es que ya desde la secuencia de apertura en el desierto de Irak con esos
cánticos o el golpeteo de los picos en la piedra, la cinta se ampara de una
manera muy presente en estos efectos, que potencian bien la angustia, el
suspense o la virulencia de las imágenes a las que acompañan, con ejemplo
palpables como el fogonazo de la vela en el ático oscuro de la casa, el
aturdidor soniquete de las maquina médicas durante las pruebas a las que es
sometida la pequeña Regan o los ecos guturales provenientes de la poseída.
Mención especial al doblaje de Linda Blair en su fase como endemoniada,
prestada por Mercedes McCambridge, veterana interprete vista en clásicos como
Johnny guitar, Gigante, De repente, el último verano o Cimarrón, y que compone
una construcción vocal agria, notablemente repulsiva y aterradora. Y qué decir
de un maquillaje que brilla a un gran nivel, máxime si tenemos en cuenta que
estamos hablando de una película de los primeros setenta, donde los materiales
y medios con los que contaban los responsables de esta área estaban lejos de la
gran gama de protésicos, látex y demás avances en el campo de las
caracterizaciones. En este apartado el principal ejemplo escogido suele ser la
propia Regan endemoniada, plagada de escarificaciones, pústulas y una gran
degradación del bello y cándido rostro de Linda Blair hasta lograr transmutarlo
en algo horrendo y repulsivo, y sin embargo creo de justicia abordar la
caracterización de un Max Von Sydow, por aquel entonces de cuarenta y tres
años, en un avejentado Padre Merrin, hasta el punto que el interprete se ve en
la actualidad, a sus casi noventa años, que ha envejecido tal y como habían
predicho los responsables de su avejentada caracterización hace más de cuatro
décadas.
La banda sonora en El
exorcista es otro de esos temas de conversación obligados a la hora de abordar
la película. Tras rechazar Friedkin la idea de incorporar una composición
musical propia, y desechando por ello el trabajo de Lalo Schifrin creado ex
profeso para la película (y que sería recuperada como banda sonora de Terror en
Amytiville), la película ha quedado indefectiblemente unida a un sencillo y de
inicio, alegre tema musical, creado por un joven Mike Oldfiel en el garaje de
su casa, de nombre Tubular bells, y que suena de manera bastante secundaria en
varios momentos de la película. Junto a este icónico tema la película utiliza
otro grupo de insertos de autores como Leonard Slatkin, George Crumb o Anton
Webern, como el abrupto y estridente sonido de violines que acompañan de inicio
a los títulos de crédito finales, siendo la música otro elemento más
incorporado en segundo plano con inquietante condimento de la historia, no
siendo en ningún momento utilizada como pieza central de la secuencia, siendo
su función última apoyar de soslayo lo mostrado en pantalla.
En lo que se refiere al
apartado técnico, el manejo de la cámara por parte de Friedkin así como la
construcción de las escenas es notablemente innovador, como prueba el uso de
cableado para mover la cámara entre las estancias de la casa ubicada en el 3600
de Prospect Street Northwest donde se desarrolla buena parte de la acción, un
escenario real y no un decorado, lo que dificultaba la planificación y
posterior filmación de las escenas, y que se ha convertido lugar de
peregrinación para los amantes del cine que ansían fotografiarse junto a la
escalinata ubicada en el exterior de la vivienda y pieza importante en la
propia trama de la película. Aunque la
película se apoya en unos recursos cinematográficos clásicos, incluye, como
decíamos, momentos con una innovadora planificación, algo que ha ayudado a que
la cinta, amén de por la potencia de su propia historia, siga siendo
rabiosamente actual a pesar de todos los años transcurridos desde su estreno.
Sin abusar de efectos más allá de los brutales maquillajes mencionados con
anterioridad y unos trucajes físicos para solventar secuencias como la de los
estertores de la cama de Regan, la levitación de la pequeña o el hecho de
filmar en cámaras frigoríficas, con los inconvenientes añadidos para los propios actores, para de esta forma poder
lograr el vaho de los personajes a la hora de hablar en el tramo final, la película
hace de la sencillez su gran virtud, ya que la simplicidad de estos efectos los
hace hoy en día igual de funcionales que en el primer visionado. Finalmente
Friedkin se apoya en el uso de imágenes subliminales para acentuar la sensación
de desasosiego y terror que acompaña a la película, con ese fotograma de la
imagen de demonio como referente principal, convertida en toda una postal
clásica dentro del cine de terror.
Y si a todo esto le
sumamos el aura de película maldita que acompaña al Exorcista en base a los
variados hechos luctuosos que se produjeron en paralelo a su filmación como son las muertes de familiares de
protagonistas como Max Von Sydow o Linda Blair, muertes de propios actores
antes siquiera de estrenarse la película, caso de Vasiliki Maliaros o Jack
MacGowran, fallecimientos de personal técnico y otros trabajadores u homicidios
cometidos por personas relacionadas de una u otra manera con la cinta, tenemos
el perfecto caldo de cultivo para construir una película considerada una obra maestra
del cine de terror y una de las obras de ficción más aterradoras jamás
filmadas. Puede que los tiempos hayan cambiado y muchos se tomen a sorna
secuencias que en el momento del estreno de El exorcista resultaban casi
insoportables para el espectador de los años setenta, pero aún y con todo les
reto a revisionar la película como Dios manda, de noche, en soledad y con el
volumen elevado. Verán como al terminar la cinta y asomar el título El
exorcista en letras moradas en la pantalla la vuelta a la cama ya no será tan
placentera. Palabrita del niño Jesús.