Las naves espaciales Argos y Galliot son enviadas al planeta Aura siguiendo
el rastro de una señal emitida por algún tipo de vida inteligente proveniente
de aquel lugar. Una vez llegan a su destino los tripulantes de ambas naves
comenzarán a atacarse entre ellos poseídos por algún tipo de ente o de mal
invisible.
Una modesta
producción de serie B que sin embargo y en apenas hora y veinte muestra referentes
que serían imitados posteriormente no solo en géneros como el cine zombie o el
de vampiros, sino que igualmente es indudable serviría de base a la hora de
construir películas clásicas dentro del género como Alien, el octavo pasajero,
que tomaría ese arranque que muestra como un falso señuelo atrae a los incautos
protagonistas hasta un planeta trampa, lo mismo que adaptaría, con su propia estética,
la idea de mostrar los diferentes recovecos de una nave casi tan protagonista
como el resto de personajes principales. Pero también hay ecos de Lifeforce,
fuerza vital, Hidden, lo oculto, e incluso de La cosa en la versión orquestada
por John Carpenter en 1982, una idea que se hace presente y patente especialmente
cuando vemos como los personajes son poseídos por entes alienígenas que
utilizan los cuerpos de sus víctimas como medio de conseguir su propósito final
llegándoles a robar para ello su propia consciencia y capacidad de decisión.
El máximo
responsable de convertir esta modesta producción cinematográfica en un pequeño
clásico dentro de un género que hibrida entre la ciencia ficción y el
terror es el director italiano Mario
Bava, padre fundacional del giallo y referente dentro del terror de su país
gracias a su opera prima, La máscara del demonio. Bava, quien antes de dirigir
había ejercido todo tipo de funciones dentro del cine, se manifiesta no
solamente como un excelente gestor de recursos habida cuenta de cómo logra
sacar el máximo rendimiento de un presupuesto ajustado, sino que deja patente
su pericia como un narrador con una capacidad visual fuera de toda duda, idea
que queda manifestada ya en la propia secuencia de inicio que muestra a los
diferentes tripulantes de la nave protagonista mediante un suave travelling así
como en escenas donde juega con las formas geométricas de los decorados y con la
iluminación. El director se centra principalmente en dotar a la película de una
estética muy particular presidida por vivas tonalidades, presentes tanto en una
nave de formas asépticas y brillantes plagada de luces y botones de colores así
como en un planeta donde igualmente podemos percibir como se juega con las tonalidades
rojas y verdes, una idea que deja de manifiesto el momento en el que se filmó y
estrenó la película, ya que la misma presenta una pátina visual sesentera
notable. Este exceso de color es fusionado inteligentemente con un aura
tenebrista y amenazadora, conseguida especialmente con ese uso recurrente de
una niebla perpetua así como con unos efectos de sonido a los que el director
dota de enorme importancia para lograr introducir al espectador en las mismas
sensaciones por las que están pasando los astronautas protagonistas. En
relación con este concepto visual presente en la película y convertido en una
de sus principales referentes no podemos dejar de citar un vestuario que bebe
de los comics de superhéroes de la época, generándose una influencia bidireccional,
ya que los trajes utilizado por los personajes en la mayoría de las secuencias
nos recuerdan de manera inmediata al vestuario utilizado posteriormente en el
comic X-Men primera generación, con esa mezcla en un tejido sintético de color
amarillo y negro y publicado tres décadas más tarde de estrenada la película.
A pesar de
las ya citadas limitaciones de medios la película logra salir no solo airosa
sino acabar convertida en un título a reivindicar gracias a la pericia de su
director a la hora de posicionar y mover la cámara así como por ese talento ya remarcado
a la hora de orquestar cuidadas secuencias que en muchas ocasiones hacen pasar a
un segundo plano una trama que en un principio va plagando la película de
situaciones inexplicables y en algún caso terroríficas aparentemente inconexas
que sin embargo acaban cobrando sentido en un acto final donde descubrimos que
es lo que está sucediendo, corroborando que este amalgama interplanetario de
zombies, locura y desapariciones tiene todo el sentido del mundo. Esta idea provoca
que la película vaya resultando más y más interesante según avanza la trama
hasta acabar en un acto final y una escena de cierre realmente acertados y angustiosos.
Como buena
coproducción que se precie, con participación española incluida, el reparto cuenta
con una amalgama de actores de numerosos países donde encontramos a norteamericanos
como Barry Sullivan, brasileñas como Norma Bengell o españoles, caso de Ángel
Aranda. A ellos les toca la peor parte a nivel de crítica habida cuenta de una
colección de interpretaciones hieráticas, demasiado anquilosadas y sin apenas
alma en su forma de actuar y comportarse, donde no vemos que los terribles
acontecimientos vividos hagan mella en unos astronautas que habida cuenta de
las situaciones acontecidas durante la película más parecen autómatas que seres
vivos. Y no da la sensación esta sea una decisión consciente, sino más bien
fruto de las limitaciones interpretativas de los diferentes miembros del elenco
artístico.
Terror en el espacio se manifiesta como un título que, estrenado hace cincuenta años, deja patente una gran personalidad en el terreno visual, con una interesante historia que logra cohesionar con criterio una amalgama de ideas que de inicio parecerían incapaces de casar así como la constatación del talento de un Mario Bava capaz de brillar en cualquier género cinematográfico pero que acabaría decantando su carrera por el thriller y el terror, el bendito terror.
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