GENEROS DE TERROR

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jueves, 2 de diciembre de 2021

MIDSOMMAR (MIDSOMMAR, 2019) 141´


Para tratar de superar una tragedia familiar, Dani decide acompañar a su novio Christian y los amigos de este a Suecia, para conocer a la comuna de la que uno de los jóvenes es miembro, y celebrar junto a esta el Midsommar, una fiesta pagana que festeja el solsticio de verano.

Tras ver Midsommar cuesta creer que sea el segundo largometraje de su director y guionista, un Ari Aster que ya había dado mucho que hablar con su opera prima, Hereditary, y que manifiesta una madurez narrativa y artística que es digna de mención, máxime si tenemos en cuenta los apenas treinta y tres años del autor en el momento de filmar un título cuya precisión técnica va pareja a una historia de trazado perfectamente definido, tempo narrativo siempre bajo control a pesar de un metraje de dos horas veinte minutos, y un manejo del suspense que logra generar en el espectador una sensación de tensa angustia desde el mismo momento en que los jóvenes protagonistas llegan hasta la idílica comuna donde se desarrolla el grueso de la historia.

De esta forma la película se engloba dentro de lo que podemos denominar terror folk, precisamente por el uso tan importante que tiene para la historia un elemento como es el folklore que preside al grupo de miembros de una comunidad que recibe a sus invitados con una hospitalidad que no impide que, como espectador, te encuentres en una incomodidad permanente durante el visionado de la película. De esta forma, las tradiciones y ritos mostrados a lo largo de la película, y que van tornándose más oscuros y salvajes según avanza la trama, son vistas por los miembros externos a la comuna como algo irreal, fuera de toda lógica, mientras que estas mismas ideas son defendidas por los miembros de la comunidad, en algún caso con argumentos incluso coherentes, como sucede tras el abrupto final del ritual protagonizado por la pareja de ancianos, primero de los avisos por parte del director de lo que está por llegar. Esa idea central hace inevitable el recordar un título seminal dentro de este subgénero englobado en el terror como es El hombre de mimbre, de la que es evidente que Aster toma numerosos elementos a la hora de construir su propia historia, centrando básicamente esta idea en la presentación de un grupo de lugareños que, una vez más, y como sucede en la menos terrorífica y más visceral Perros de paja, estrenada al igual que el título anteriormente citado en unos convulsos años setenta, confronta a unos urbanitas de pro y con cierta tendencia natural a creerse superiores per se, a unos lugareños capaces de defender su estilo de vida con cualquiera que sea el método a utilizar. Un último título a recordar sería la más irreverente y menos densa 2000 maniacos, que curiosamente se estrenaría a mediados de la década de los sesenta, años mucho más divertidos y desinhibidos a nivel social, siendo este un título que se constituye como uno de los padres fundacionales del gore, y con un divertido remake estrenado cuatro décadas más tarde. Junto a esta idea de confrontar estilos y formas de vida opuestos se hace un hueco uno de nuestros principales terrores, que es el miedo a lo desconocido, ubicando la historia prácticamente en las antípodas de una Nueva York donde se inicia la película, en un continente diferente y un país extraño, cuyo  estilo de vida y tradiciones, aunque son pervertidas en la película, tienen su origen en una celebración real de origen celta. Arter hace algo parecido a lo que en su día y de forma menos sutil construyera Eli Roth con Hostel, partir de un mundo de leyendas urbanas y conjeturas ante una situación que por desconocida no controlamos para crear una fuente de terror puro.

Dentro del género de terror en el que se mueve la película, su director juega a presentarnos, al menos de inicio, a los arquetipos habituales dentro de este tipo de cine, con la final girl de turno, el novio siempre comprensible y leal, el amigo irreverente y gracioso y el personaje con un carácter concebido para generar rechazo por parte del espectador. Y sin embargo el director y guionista dibuja unos personajes mucho mejor definidos y desarrollados a lo que viene siendo habitual, especialmente en el caso de la pareja de novios, Dani y Christian, protagonistas sobre los que pivota la historia y a través de los cuales arma Aster toda su intención final a la hora de redactar el libreto, que no es otra que llevar a cabo un ejercicio de catarsis personal, ya que la película fue concebida tras un fracaso amoroso de su responsable, es por ello que cobra todo el sentido del mundo esa relación de total dependencia por parte del personaje de ella y un compromiso forzado por parte de el, y lejos de cualquier afecto amoroso, manteniendo este la relación por qué es lo que tiene que hacer más que por que sea lo que el quiere. Esta idea de una relación insana en ambas direcciones es perfectamente reflejada en la película en su primer acto, tanto mediante las conversaciones de Christian con sus amigos como en el momento en que Dani trata de mantener una conversación a la fuerza con su pareja tras descubrir su intención de viajar a Europa, donde queda de manifiesto su absoluta dependencia hacía su pareja. Es importante reseñar esta idea, ya que ese final metafórico de la protagonista escogiendo dejar la relación, aunque de la manera más atroz posible, pudiendo de alguna manera liberarse de su dependencia y por ende de un reciente pasado traumático, es toda una declaración de intenciones de su director, quien recordemos una vez más, venía de una ruptura sentimental a la hora de escribir el guion de la película.

Midsommar nos demuestra además que no hace falta recurrir a las secuencias a oscuras, los juegos de luces y sombras o la inclusión de jump scares para armar el terror de una película, ya que en este caso esta es capaz de incomodar tremendamente durante todo su visionado, independientemente estemos siendo testigos de un acto atroz como si lo que se muestra es una tranquila comida colectiva. Y todo ello lo hace a plena luz del día, idea que la propia película insiste en remarcar en varios momentos, pervirtiendo de esta manera varios de los tics más característicos dentro del cine de terror. Y sin embargo, llegado el momento, la película no huye de la explicitud, mostrando una violencia visceral, directa y abrupta, pero además con una enorme personalidad propia en la forma en que esta es representarla en pantalla, y que se conjuga a la perfección con esa otra violencia más psicológica e intangible, y que puebla buena parte del metraje.

Y a pesar de esa explicitud en determinadas secuencias, la película posee una elegancia formal fuera de toda duda, una estética cuidada hasta el más mínimo detalle, con momentos como el cuadro del oso que preside la habitación de la protagonista y que cobrará gran sentido en la escena de cierre de la película. El diseño de vestuario de los miembros de la comunidad, la geometría de las grecas que decoran las diferentes estancias, los frisos, toda la estética de la película conjuga la belleza formal con la desazón a la hora de mirar, en un juego con el espectador que nos recuerda a lo que ya hiciera Stanley Kubrick en El resplandor con la estética del hotel Overlook, y que el director maneja con solvencia de veterano.

Como comentábamos con anterioridad, los grandes protagonistas de la película son la pareja formada por Dani y Christian. Así, en la primera secuencia de la cinta, en la que el director se encarga de romper psicológica y emocionalmente al personaje de ella, fragmentándola en mil pedazos, la joven Florence Pugh, bragada en cine histórico con títulos como Lady Macbeth, Mujercitas o El rey proscrito, deja de manifiesto su capacidad para crear un personaje que parte de la involución tras el terrible arranque de la película para ir adoptando un nuevo rol una vez llegan a la comuna donde tiene lugar la trama central, una idea que queda perfectamente patente en la escena del concurso de baile, donde vemos como el rostro de la actriz va mutando para reflejarnos a la nueva Dani, la reina del festival del Midsommar. Le acompaña como pareja cinematográfica Jack Reynor, quien se limita a ejercer un papel comedido y controlado, aunque lejos de la exigencia emocional de su compañera de reparto, y quien tiene su momento de lucimiento en la tensa secuencia de sexo, tan hipnótica como sobrecogedora, tan contenida como explosiva, y durante la cual el joven actor puede, al igual que su compañera de reparto, mostrar a través de la composición de su mirada, de su expresión, todo el cúmulo de sensaciones acumuladas.

Una película que se aparta conscientemente del terror más convencional, tanto por estética, desarrollo y trasfondo, y que se ha convertido por derecho propio en uno de los títulos de referencia dentro del horror psicológico de los últimos años, con una historia que en el fondo es un ensayo sobre la pareja, y como en muchos casos una relación puede acabar resultando más perjudicial para el desarrollo del propio individuo que beneficiosa, y es que hay casos en los que, en lugar de sumar, tu pareja puede llegar a restar. Ari Aster nos lo enseña por las malas, pero es que el guion fue redactado en un momento en el que el director no tenía demasiada fe en el amor. Y qué decir del uso que se da a lo floral en la cinta, se te quitaran las ganas de volver a regalar un ramo de flores.      

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