El padre Lamont es designado por la jerarquía
eclesiástica para investigar la muerte del Padre Merrin mientras realizaba un
exorcismo. Han pasado cuatro años de estos acontecimientos, y la niña objeto
del ritual es ahora una bella adolescente que no recuerda nada de los acontecimientos
acaecidos cuándo tenía trece años. Un experimento de hipnosis regresiva para
tratar de esclarecer lo sucedido provocará, sin embargo, desencadenar viejos
fantasmas del pasado.
El incontestable éxito de
crítica y público de El exorcista cuatro años atrás, prácticamente obligaba a
Warner a la realización de una secuela, continuación para la cual la productora
no escatimaría en medios, convirtiéndose en la película más cara hasta la fecha
de la productora. Sin embargo, y pese a que la cinta no sería precisamente un fracaso
de taquilla, recaudando en Estados Unidos más del doble de su coste, aunque eso
sí, sin llegar a las brutales cuotas del título dirigido por William Friedkin,
esta secuela sería tildada de auténtico desastre fílmico, hasta llegar a
considerarse una de las peores películas de la historia. Sin embargo es de
justicia ahondar en esta compleja segunda parte sin dejarse llevar por la
histeria colectiva y remarcando tanto sus elementos de interés como evidentes
fracasos.
La película sería dirigida
por John Boorman, director que ya se había sondeado en su día para encargarse
de la primera entrega. Poseedor de una interesante, y a la par extravagante
filmografía, con títulos como A quemarropa, Infierno en el Pacífico,
Deliverance, Zardoz o Excalibur, este autor siempre se ha caracterizado por
convertir a la naturaleza en un protagonista más de la historia (algo
especialmente evidente en Deliverance), construyendo películas complejas y poseedoras
de varias lecturas, constantes que en el caso de El exorcista 2 también están
presentes. El libreto de la película sería encargado a William Goodhart, un
inexperimentado guionista que se convertiría en blanco de todas las dianas por
ofrecer una historia caótica, ampulosa y con una pretenciosidad que era todo lo
contrario de la simplicidad argumental con la que William Peter Blatty había
planteado su novela y posterior guion que acabaría convertido en El exorcista.
La película pudo contar con
un interesante elenco de intérpretes, un reparto a priori soberbio y que sin
embargo acaba por naufragar en base a un sinsentido argumental que desemboca en
ver a grandes nombres de la interpretación paseando entre las secuencias sin
saber muy bien de qué trata la película. Estos están comandados por un Richard
Burton en marcada decadencia y que generaría durante la filmación no pocos
momentos problemáticos debido a su adicción al alcohol, y que se encarga de
componer un sacerdote pasado de vueltas y por momentos caricatura de la
comedida interpretación brindada por Max Von Sydow en la primera película. Por
cierto que el actor sueco repite papel insertado en varios flashbacks, aunque
en esta ocasión se le encuentre igualmente perdido por momentos, mientras que
en otros instantes vemos como se limita recitar sus líneas sin creérselas
demasiado. Linda Blair, cuyo nombre aparece en primer lugar en los títulos de
crédito, síntoma de su importancia en la dupla de títulos, es la otra actriz de
la primera película que repite en su rol de Regan, siendo sin embargo más
explotada en su vertiente de curvilínea adolescente enfundada entre gasas
semitransparentes, que en su faceta como actriz. A esto hemos de unir que la
intérprete, lejos de la absoluta predisposición demostrada en la película de
Friedkin, en esta ocasión se negó en redondo a volver a ser sometida a las
largas y tediosas sesiones de maquillaje de cara a caracterizarla como
endemoniada, negativa que obligó a la utilización de una doble, lo que acentúa
aún más el carácter de absoluta irrealidad de la historia. Buscando a alguien
que pudiera dar la réplica a Ellen Burstyn, quien no quiso participar en la
continuación, se contrataría a otra gran actriz secundaria como Louise
Fletcher, galardonada con el Oscar por su rol de malvada enfermera en Alguien
voló sobre el nido del cuco, y un valor seguro, como así queda probado en El
exorcista 2, donde intenta dignificar un papel que sin embargo a priori no
encaja en la trama de posesiones que al fin y al cabo es lo que es, o debiera
ser, El exorcista. Para concluir el apartado de intérpretes, la película cuenta
con James Earl Jones, otro de esos secundarios de lujo que aportan caché y
enjundia a todo aquel título en el que participan, y conocido por, entre otras
cosas, ser la voz de Darth Vader en La guerra de las galaxias y secuelas y
Mufasa en El rey León, o por encarnar al villano Thulsa Doom en Conan el
Bárbaro en una extensa y excelsa carrera cercana a los doscientos títulos. Como
curiosidad remarcar que en la película coinciden Linda Blair y, en un breve
papel como aviador que traslada al padre Lamont a la ciudad dorada de adobe,
Ned Beatty, volviendo a coincidir ambos intérpretes trece años más tarde en la
comedia paródica Reposeida, toda una sátira de El exorcista con el ineludible
Leslie Nielsen como maestro de ceremonias principal.
La película sufre
principalmente las consecuencias de un guion nefasto y confuso, que mezcla
conceptos como la religión, la psicología o las propias posesiones en un
ininteligible batiburrillo que deja atrás en el camino buena parte de ese aura
de tintes teológicos apuntados en la película de Friedkin y que resultaban
sumamente interesante a la hora de conectar la historia con nuestros miedos más
ancestrales basados en la propia fe. Con la aportación de ideas totalmente alocadas,
como esa máquina sincronizadora de ondas cerebrales que conecta psíquicamente a
dos personas como el ejemplo más representativo de las extravagantes ocurrencias del
guionista a la hora de hacer avanzar la película, no es de extrañar que por
momentos la película se pierda entre sus propios planteamientos haciendo del
totum revolutum una marca de la casa. Y es que El exorcista 2, título que el
director quiso fuera estrenada bajo el nombre de El hereje y sin apostillar su
dependencia de la cinta de 1973, de ahí el subtítulo de la cinta, se alejaba de
manera consciente de la historia de Peter Blatty y posterior película para
tratar de crear un universo propio, volviendo sin embargo a la obra referencial
en un acto final que, curiosamente, se encuentra entre lo mejor de la película,
con ese regreso a la vivienda de Regan en Georgetown, escenario que en esta
ocasión hubo de crearse de manera completa en estudio, calle incluida, debido a
la negativa a la hora de dejar filmar a los responsables de la película en
dichas ubicaciones.
Y sin embargo sí que cabe
alabar una dirección de John Boorman, aunque caiga, amparado en el caótico
guion, nuevamente sobre constantes algo cargantes del realizador como son los
elementos de índole metafísico o filosófico, elementos a los que el confuso y
pretencioso libreto le vienen muy bien a la hora de dotar a la película de un
aura de madurez narrativa que sin embargo se antoja aletargante. Por contra la
película es notable a nivel técnico y visual, destacando la estupenda
fotografía de William A. Fraker, quien ya había participado en tareas de
iluminación en La semilla del diablo, y que adapta esta a los diferentes
escenarios, tan contrapuestos además, como son los ambientes urbanitas
comandados por una arquitectura imposible y de índole futurista y casi fantasiosa
y los parajes naturales, donde se potencia el elemento salvaje e indomable del
lugar con no pocas instantáneas que se antojan de un tono pictórico
indiscutible. Asimismo cabe resaltar el diseño de producción, y que logra
enmarcar a este exorcista como una cinta sumida en un aura eminentemente onírico,
cuasi irreal, algo que se contrapone frontalmente a la manera en que se ejecutó
la primera entrega, marcada por la veracidad y una estética y maneras totalmente
asépticas. Esta idea queda representada en la dualidad entre como acaba la
primera entrega y como comienza esta segunda. Así, mientras que la película de
1973 concluía con un último acto
protagonizado por el ritual de exorcismo, donde, ávida cuentas de los recursos
más forzados de cara a potenciar el terror de las secuencias, este se filma con
rigurosidad y sin ampulosidades innecesarias, en esta ocasión la película se
abre nuevamente con un exorcismo, pero en esta ocasión mucho más teatralizado,
guiñolesco y con un final totalmente pirotécnico, idea que además podemos
trasladar a la propia escena del encuentro final entre el padre Lamont, Regan y
el demonio en la casa de la joven, donde los efectos visuales y los golpes de
efecto copan la trama en detrimento de un desarrollo más constreñido y centrado
en la creación de un ambiente opresivo y terrorífico, tal y como sucedía en el
primer exorcista.
Mención aparte merece la
banda sonora, obra del siempre acertado, en no pocas ocasiones genial, Ennio
Morricone, quien con esta película ejecutaría el primero de sus trabajos fuera
de su Italia natal, y que contrariamente a lo que sucedía con el título
pretérito, compone un score musical completo para la película, logrando de una
parte captar todo el trasfondo amenazante de los escenarios africanos con temas
donde predominan los aires tribales, los tambores y los coros, en franca
contraposición, una vez más, con el bello tema dedicado a la joven protagonista,
inundado por la melancolía y el preciosismo. Un elemento la música que es otro
de los grandes logros de la película, donde queda patente el empeño en medios y
presupuesto que por parte de la productora se puso para ofrecer al público una
secuela de altura.
Un perfecto resumen a todo
lo expuesto es que esta continuación no logra encajar todas las piezas con las
que cuenta, con lo que, a pesar de una bella factura técnica y del buen hacer
de Boorman a la dirección, el hecho de querer de manera consciente alejarse
demasiado de la cinta original creando un universo propio, acaba por confundir
a director, actores y a los propios espectadores, resultando una obra que,
presentada en un más que estimable envoltorio, acaba por naufragar en el fondo,
redundando en una película formalmente notable pero tremendamente aburrida.
Pero y aún con todo, tampoco es el execrable título que mucha gente se empeña
en describir, algo que viene precisamente de una continua comparación con la,
por otra parte, obra maestra que es la película de 1973 dirigida por William
Friedkin.
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